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.—¿Sencillo?—Bueno; quiero decir, distinto de las personas de las que solemos rodearnos normalmente.—¿Qué sintió al verlo?—Nada, hasta que sacó la pistola.Entonces tuve miedo.—O sea que vio el arma.—Sí, claro; era una especie de pistola.—¿Sabría decir de qué clase?—No entiendo nada de armas de fuego, pero era una pistola larga, como las que se ven en las películas del Oeste.—¿Y qué puede decirme sobre la expresión de aquel hombre?—Nada; tenía un aspecto corriente, como ya le he dicho.Lo que vi mejor fue la ropa, y ya la he descrito.Mansson dejó de lado la descripción.Probablemente la mujer no quería ni podía decir más de lo que acababa de contar.Miró a su alrededor en aquel salón tan singular.La mujer siguió su mirada y preguntó:—¿Son monos estos sillones, verdad?Mansson asintió y pensó en lo que debían de haber costado.—Los compré yo —dijo orgullosa— en el Finncenter.—¿Vive usted siempre aquí? —preguntó Mansson.—¿En qué otra parte de Malmö podríamos vivir si no? —preguntó ella con expresión boba.—¿Y cuando no está en Malmö?—Tenemos una casa en Estoril, donde solemos pasar los inviernos; Viktor tenía negocios en Portugal.Y el piso de Estocolmo, claro, en Gärdet.—Pensó un instante y añadió—: Pero allí, sólo vivimos cuando vamos a Estocolmo.—Comprendo.¿Solía usted acompañar a su marido en sus viajes de negocios?—Sí; cuando se trataba de actos de representación, sí, pero yo no iba a las reuniones ni nada de eso.—Comprendo —repitió Mansson.¿Qué comprendía? En pocas palabras, que aquella mujer había hecho las veces de maniquí joven y viviente, muñeca sobre la que colgar creaciones caras y modelos inasequibles para la gente normal.Y también comprendió que para personas como Viktor Palmgren una mujer debía cumplir el requisito de llamar poderosamente la atención de todo el mundo.—¿Quería usted a su marido? —preguntó Mansson.Ella no pareció inmutarse, pero tardó en responder.—Eso de querer suena tan aburrido… —dijo al fin.Mansson empezó a mordisquear uno de sus palillos.Ella le miró sorprendida; era la primera ocasión en que mostraba algo parecido a sensibilidad.—¿Por qué hace eso? —preguntó con gran curiosidad.—Es una costumbre desde que dejé de fumar.—¡Ah, claro! Pues si quiere, tengo cigarrillos y cigarros en el cajón de aquella mesa tabaquera.Mansson la observó un instante y probó por otro lado.—Esa cena del miércoles fue más bien un encuentro de negocios, ¿no?—Sí; habían tenido una reunión por la tarde, pero yo no fui.Me vine a casa a cambiarme.Al mediodía también comí con ellos.—¿Sabe de qué trataron en esa reunión?—De negocios, como siempre, pero no sé bien de qué.Viktor tocaba demasiadas teclas… Él mismo solía decir a menudo: «Toco demasiadas teclas».—¿Conocía usted a todos los presentes?—Los había visto alguna vez… ¡Ah!, pero a la secretaria de Hampus Broberg no; a ella no la había visto nunca.—¿Se relaciona usted con alguna de esas personas?—No especialmente.—¿Ni siquiera con Mats Linder? Vive en Malmö.—Nos hemos visto alguna vez, en actos de representación y sitios así.—¿No se ven en privado?—No; solamente a través de mi marido.La mujer contestaba con monotonía y pasividad.—Su marido estaba pronunciando un discurso cuando le dispararon.¿De qué hablaba?—No presté mucha atención.Saludó y agradeció la colaboración y cosas por el estilo.Sólo eran empleados.Además, nos íbamos a marchar una temporada.Queríamos ir en barco un par de semanas por la costa Oeste.Y luego pensábamos viajar a Portugal.—¿Significaba eso que su marido iba a estar una temporada sin ver a sus colaboradores?—Exactamente.—¿Y a usted tampoco?—¿Qué? No, no; yo iba a acompañar a Viktor.Teníamos que ir a jugar al golf en Portugal, en el Algarve.La indolencia de aquella mujer impedía descubrir cuándo mentía y cuándo decía la verdad, y no le asomaba ninguna clase de sentimiento, si es que realmente tenía alguno.Mansson formuló una última pregunta, que él mismo consideraba una idiotez en aquellas circunstancias, pero que formaba parte de la rutina:—¿Podía alguien desear la muerte de su marido?—No.¿Quién iba a ser?Mansson se levantó del sillón finlandés y dijo:—Gracias, no la entretengo más.—Muy amable.Le acompañó a la cancela.Él se cuidó bien de no volverse a mirar aquel desastre de casa.Se dieron la mano.A él le pareció que la mujer se la daba de una forma extraña, y cuando ya estuvo en el coche comprendió que había estado esperando que se la besara.El Jaguar rojo había desaparecido.Hacía un calor insoportable.—¡Mierda! —exclamó Mansson, dándole a la llave del contacto.8Martin Beck no se despertó hasta las nueve y cinco del sábado por la mañana, después de un sueño profundo y sin pesadillas.Había cenado en el hotel con Mansson la noche anterior —una auténtica cena al estilo de Escania—, y quedó sorprendido ante la enorme cantidad de cosas que era capaz de ofrecer la cocina del restaurante más famoso de Escandinavia
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